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Tre canti dell’Inferno in spagnolo: verso una nuova traduzione della Commedia
di José María Micó
Canto VI
|
Después de que la mente se ofuscara, |
|
compadecida por la triste historia |
3 |
de los cuñados, recobré el sentido. |
|
Nuevos tormentos me rodean, nuevos |
|
atormentados por doquier contemplo, |
6 |
y no hay donde mirar que no aparezcan. |
|
Ahora estoy en el círculo tercero, |
|
el de la lluvia eterna, cruel y fría, |
9 |
implacable turbión que nunca mengua. |
|
Agua negra, granizo enorme y nieve |
|
atraviesan el aire tenebroso, |
12 |
apestando la tierra en la que caen. |
|
Cerbero, fiera cruel, monstruo deforme, |
|
ladra cual perro por sus tres gargantas |
15 |
a la gente que se halla aquí enfangada. |
|
Tiene en ascuas los ojos, sucia barba, |
|
enorme el vientre y garras en las manos, |
18 |
con que desuella y descuartiza almas. |
|
Bajo la lluvia aúllan como perros |
|
y se van dando sin cesar la vuelta, |
21 |
protegiendo un costado con el otro. |
|
Cuando nos vio Cerbero, el monstruo informe, |
|
la boca abrió, mostrando los colmillos, |
24 |
y agitó todo el cuerpo con violencia. |
|
Mi maestro abrió entonces las dos manos, |
|
se las llenó de tierra y le lanzó |
27 |
en las voraces fauces los puñados. |
|
Como el perro famélico que ladra |
|
y en cuanto le hinca el diente a la comida |
30 |
se calma y sólo piensa en engullirla, |
|
así callaron las mejillas sucias |
|
del demonio Cerbero, que ensordece |
33 |
con sus bramidos a las pobres almas. |
|
Íbamos sobre sombras abatidas |
|
por la lluvia tenaz mientras pisábamos |
36 |
su vanidad con forma de persona. |
|
En tierra estaban todas extendidas, |
|
menos una que, al ver que la avanzábamos, |
39 |
se incorporó para sentarse y dijo: |
|
«Oh tú, que en este infierno te aventuras, |
|
adivina quién soy, a ver si puedes: |
42 |
tu inicio fue anterior a mi final». |
|
Le respondí: «La angustia que padeces |
|
quizá de mi memoria te ha borrado: |
45 |
yo diría que no te he visto nunca. |
|
Dime quién eres para estar metido |
|
en lugar tan horrendo, que haber puede |
48 |
pena mayor, mas no tan angustiosa». |
|
«Mi sereno vivir pasé», me dijo, |
|
en tu ciudad, de envidia tan repleta, |
51 |
que ya está a punto de romperse el saco. |
|
Solíais conocerme como Ciacco |
|
y mi pecado fue la gula; ahora |
54 |
bajo la eterna lluvia me consumo. |
|
Como bien puedes ver, no soy el único, |
|
pues todas estas tristes almas purgan |
57 |
la misma culpa». Y nada más me dijo. |
|
«Ciacco», le dije, «tu aflicción me pesa |
|
de tal manera, que me incita al llanto; |
60 |
mas dime, ¿cómo están los ciudadanos |
|
de la ciudad que sigue dividida?; |
|
¿hay algún justo que la habite?, ¿sabes |
63 |
por qué se halla sumida en la discordia?». |
|
Así me respondió: «Tras gran disputa, |
|
correrá sangre, y la facción campestre |
66 |
expulsará con saña a su contraria. |
|
A los tres años decaerá este bando |
|
y el otro se alzará, con el apoyo |
69 |
de uno que entre dos aguas se mantiene. |
|
Mandará con soberbia mucho tiempo, |
|
sojuzgando al rival con gran dureza, |
72 |
por más que éste se indigne o se lamente. |
|
Solo hay dos hombres justos, ignorados; |
|
tres chispas prenden en los corazones: |
75 |
la soberbia, la envidia y la avaricia». |
|
Puso este triste fin a su lamento, |
|
pero yo le insistí: «Quiero que sigas |
78 |
hablando un poco más de estos asuntos. |
|
Farinata y Tegghiaio, tan insignes, |
|
Iacopo Rusticucci, Arrigo y Mosca, |
81 |
todos los que a buen fin dieron su ingenio, |
|
dime por dónde están, qué ha sido de ellos: |
|
tengo deseo de saber si pueblan |
84 |
el dulce cielo o el amargo infierno». |
|
«Están con los espíritus más negros», |
|
dijo, «y los podrás ver cuando desciendas, |
87 |
pues sus culpas al fondo los llevaron. |
|
Cuando logres volver al mundo dulce, |
|
renueva mi memoria entre la gente. |
90 |
Aquí me callo, y nada más te digo». |
|
Luego torció los ojos bizqueando, |
|
me miró, hundió de nuevo la cabeza |
93 |
y se volvió a tender entre los ciegos. |
|
«Ya no despertará», dijo mi guía, |
|
hasta que suene el son de trompa angélica |
96 |
del juicio final del ser supremo: |
|
volverá a ver su miserable tumba, |
|
recobrará su carne y su figura |
99 |
y oirá por siempre la sentencia eterna. |
|
Atravesamos lentamente aquella |
|
sucia mezcla de almas y de lluvia, |
102 |
hablando de las cosas del futuro. |
|
Yo pregunté: «Maestro, estos tormentos |
|
¿cómo serán después del gran juicio?, |
105 |
¿crecerán, menguarán, serán iguales?». |
|
Dijo: «Piensa en la ciencia que conoces: |
|
a mayor perfección del ser, se siente |
108 |
más la felicidad, y más el daño. |
|
Como toda esta gente desdichada |
|
jamás alcanzará la perfección, |
111 |
más plenitud que la obtenida espera. |
|
Dimos toda la vuelta al tercer círculo |
|
hablando de otras cosas que no cuento |
|
y llegamos al punto del descenso: |
115 |
allí estaba Plutón, gran enemigo. |
Canto VII
|
«¡Pape Satán, pape Satán alepe!», |
|
dijo a gritos Plutón con su voz ronca. |
3 |
Mi noble y sapientísimo maestro |
|
para animarme dijo: «Que tu miedo |
|
no te supere, pues, por más que quiera, |
6 |
no logrará impedir nuestro descenso». |
|
Después le dijo a aquel hinchado rostro: |
|
«¡Calla, maldito lobo, que tu rabia |
9 |
te consuma por dentro las entrañas!». |
|
Nuestro descenso está justificado: |
|
así se quiso en lo más alto, en donde |
12 |
Miguel vengó la rebelión impía. |
|
Como velas hinchadas por el viento |
|
que caen revueltas al romperse el mástil, |
15 |
así a tierra cayó la bestia fiera. |
|
Y descendimos hasta el cuarto círculo, |
|
bajando un grado más en aquel valle |
18 |
que embucha todo el mal del universo. |
|
¡Ay, justicia de Dios! ¿Dónde habrá sitio |
|
para tantas angustias y castigos? |
21 |
¿Por qué es tan ruinosa nuestra culpa? |
|
Como rompen las olas en Caribdis |
|
unas contra las otras, así bailan |
24 |
su frenética danza estos espíritus. |
|
Vi aquí más gente que en los otros círculos. |
|
Chillaban y empujaban con el pecho |
27 |
enormes rocas de una parte a otra. |
|
Después chocaban entre sí, y entonces |
|
se daban media vuelta y se gritaban: |
30 |
«¿Por qué guardas?», o bien «¿Por qué derrochas?». |
|
Así seguían por el negro cerco |
|
hasta llegar al otro extremo, y luego |
33 |
repetían su odiosa letanía, |
|
para volver después al punto opuesto |
|
de la mitad que les correspondía. |
36 |
Yo, con el corazón doliente, dije: |
|
«Explícame, maestro mío, quiénes |
|
son estas gentes y si fueron clérigos |
39 |
todos los tonsurados de la izquierda». |
|
Me explicó: «Fueron ciegos de la mente |
|
en su vida terrena, pues hicieron |
42 |
siempre con desmesura sus dispendios. |
|
Sus gritos lo propagan claramente |
|
cuando en los dos extremos de este círculo |
45 |
van a topar con el pecado opuesto. |
|
Estos que van rapados fueron clérigos, |
|
papas y cardenales, pues en ellos |
48 |
ejerce la avaricia su dominio». |
|
«Maestro, si es así», dije, «yo puedo |
|
reconocer con claridad a algunos |
51 |
que se enfangaron en pecados tales». |
|
«No es así», replicó, «tu idea es vana: |
|
la necia y sucia vida que llevaron |
54 |
los vuelve oscuros e irreconocibles». |
|
Se chocarán eternamente: unos |
|
saldrán de su sepulcro con el puño |
57 |
bien cerrado, y los otros bien pelados. |
|
Por no saber guardar ni dar perdieron |
|
el mejor mundo, y todos acabaron |
60 |
en esta indescriptible pelotera. |
|
Ya ves, hijo, el falaz y breve engaño |
|
de los bienes que otorga la fortuna, |
63 |
por los que tanto riñen los humanos: |
|
todo el oro del mundo no sería |
|
bastante para dar paz y reposo |
66 |
a una sola de todas estas almas». |
|
«Maestro, dime más, ¿en qué consiste |
|
la fortuna a que aludes y que tiene |
69 |
las riquezas del mundo entre sus garras?». |
|
Él respondió: «¡Oh, estúpidas criaturas! |
|
¡Cuánta ignorancia os atenaza! Quiero |
72 |
que escuches bien mi explicación ahora. |
|
Aquel cuyo saber todo lo puede |
|
creó los cielos y les dio una guía |
75 |
que irradia su esplendor por todas partes, |
|
distribuyendo por igual su luz. |
|
Del mismo modo designó a otra guía |
78 |
que gobernase el esplendor mundano, |
|
repartiendo entre pueblos y linajes |
|
los bienes terrenales y evitando |
81 |
la intromisión de humanas intenciones; |
|
unos prosperan y otros languidecen |
|
siguiendo su juicio, que está oculto |
84 |
igual que la serpiente entre la hierba. |
|
Vuestro saber jamás puede vencerla: |
|
provee y juzga y en su reino reina |
87 |
como los otros dioses en el suyo. |
|
No existe tregua para sus mudanzas |
|
y obra con rapidez; por eso hay siempre |
90 |
alguien que cambia estado de improviso. |
|
Es tal su condición, que es condenada |
|
por los que deberían alabarla, |
93 |
que la maldicen con calumnias vanas; |
|
mas ella no hace caso de estas voces: |
|
feliz entre las puras criaturas, |
96 |
goza su santidad, gira en su esfera. |
|
Sigamos descendiendo. Las estrellas |
|
que estaban, al partir, allá en lo alto |
99 |
comienzan a bajar, y el tiempo apremia». |
|
Cruzamos aquel cerco y en el margen |
|
opuesto divisamos una fuente |
102 |
hirviente que en un foso se vertía. |
|
Era el color del agua, más que oscuro, |
|
todo negro, y siguiendo la corriente, |
105 |
al fin entramos por extraña vía. |
|
El triste río acaba su descenso |
|
por los malignos riscos del pecado |
108 |
en la laguna que es llamada Estigia. |
|
Y yo, que todo lo miraba, vi |
|
en el pantano gentes enfangadas, |
111 |
todas desnudas con semblante airado. |
|
Se daban grandes golpes con las manos, |
|
y también con los pies y la cabeza, |
114 |
arrancándose trozos a bocados. |
|
«Hijo», dijo el maestro, «aquí estás viendo |
|
las almas dominadas por la ira, |
117 |
y debes dar por cierto si te digo |
|
que bajo el agua hay gente que suspira |
|
haciendo hervir el fondo hasta que ascienden |
120 |
las burbujas que ves por todas partes. |
|
Hundidos en el fango, dicen: “Fuimos |
|
bajo el alegre sol muy infelices |
123 |
con un humo de acidia en las entrañas, |
|
y ahora lo somos en el negro lodo”. |
|
Es la canción que van gorgoteando, |
126 |
pues no pueden hablar de otra manera». |
|
Bordeamos aquel sucio pantano, |
|
entre margen y el légamo, un buen trecho, |
|
mirando hacia las almas enfangadas. |
130 |
Y llegamos al pie de una alta torre. |
Canto VIII
|
Digo, pues, prosiguiendo mi relato, |
|
que mucho antes de alcanzar la torre, |
3 |
desde su cima atrajo nuestra vista |
|
la aparición de dos pequeñas llamas, |
|
y otra que en la distancia respondía, |
6 |
tan lejana que apenas se veía. |
|
Yo pregunté a mi pozo de sapiencia: |
|
«¿Qué significa esa señal? ¿Qué ha dicho |
9 |
esa otra llama? ¿Quiénes las envían?». |
|
Me respondió: «En estas sucias ondas |
|
puedes ver lo que está por suceder, |
12 |
si no lo oculta el humo del pantano». |
|
Jamás un arco despidió una flecha |
|
que tan veloz volase por el aire, |
15 |
como la navecilla por el agua |
|
que distinguí llegando hacia nosotros, |
|
guiada por un solo marinero |
18 |
que gritó: «¡Ya te tengo, alma maligna!». |
|
«Flegiás, Flegiás, gritas en vano, |
|
porque esta vez», le dijo mi maestro, |
21 |
«tan sólo nos tendrás mientras crucemos». |
|
Como aquel que, al saber que ha sido víctima |
|
de un gran engaño, se lamenta airado, |
24 |
así quedó Flegiás, lleno de ira. |
|
Entonces mi maestro entró en la barca |
|
y me dijo que entrase junto a él. |
27 |
Tan solo al subir yo acusó la carga. |
|
En cuanto el guía y yo nos embarcamos, |
|
la nave hiende el agua con su proa |
30 |
a más profundidad de la que suele. |
|
Mientras surcamos el podrido estanque, |
|
uno todo enfangado me pregunta: |
33 |
«¿Quién eres tú, que llegas antes de hora?» |
|
Repliqué: «Vengo, pero no me quedo. |
|
¿Y tú quién eres, que tan sucio andas?». |
36 |
Respondió: «Ya lo ves, uno que llora». |
|
Y yo: «Pues ahí te quedas con tu pena |
|
y con tu llanto, espíritu maldito, |
39 |
que aunque vas sucio te he reconocido». |
|
Hacia nosotros alargó los brazos, |
|
pero el maestro, atento, lo evitó, |
42 |
diciendo: «¡Vete con los otros perros!». |
|
Después mi guía se abrazó a mi cuello, |
|
me besó el rostro y dijo: «¡Oh alma altiva, |
45 |
bendita aquella que de ti fue encinta! |
|
Ese fue en vida un ser muy orgulloso; |
|
ni un acto bueno adorna su memoria: |
48 |
por eso está su alma tan furiosa. |
|
Los que se creen reyes allá arriba, |
|
como puercos serán aquí en el fango, |
51 |
dejando atrás un rastro de desprecio». |
|
«Maestro», dije yo, «me gustaría |
|
verlo en este mejunje sumergido |
54 |
antes de que salgamos de este lago». |
|
Dijo: «Verás cumplido tu deseo |
|
antes de que lleguemos a la orilla: |
57 |
es justo que te veas satisfecho». |
|
Después vi que las almas enfangadas |
|
se encarnizaron con aquel soberbio, |
60 |
por lo que hoy rindo a Dios mil alabanzas. |
|
Todos gritaban: «¡A Filippo Argenti!», |
|
y el florentino y orgulloso espíritu |
63 |
se mordía a sí mismo con fiereza. |
|
Lo dejamos ahí; nada más cuento. |
|
Un grito de dolor golpeó mi oído |
66 |
y con más atención abrí los ojos. |
|
Mi buen maestro dijo: «Estamos cerca |
|
de la ciudad de Dite, que cobija |
69 |
una gran población de pecadores». |
|
«Maestro, ya distingo claramente |
|
en el fondo del valle sus mezquitas, |
72 |
rojas como si en llamas estuviesen». |
|
Y mi maestro dijo: «El fuego eterno |
|
que las quema por dentro en este infierno |
75 |
las hace parecer, como ves, rojas». |
|
Al fin llegamos junto a los profundos |
|
fosos de aquella tierra sin consuelo; |
78 |
de hierro parecían las murallas. |
|
Y después de un larguísimo rodeo, |
|
llegamos a un lugar en que el piloto |
81 |
gritó: «Desembarcad. Esta es la entrada». |
|
Vi más de mil caídos de los cielos |
|
custodiando las puertas que gruñeron: |
84 |
«¿Quién es ese que, libre de la muerte, |
|
va por el reino de la muerta gente?» |
|
Mi maestro después les hizo señas |
87 |
como queriendo hablar solo con ellos. |
|
Entonces, reprimiendo su desprecio, |
|
dijeron: «Ven tú solo, y que se vaya |
90 |
ese atrevido que pisó este reino. |
|
Que vuelva solo por donde ha venido, |
|
a ver si lo consigue, y tú, que has sido |
93 |
su guía por lo oscuro, aquí te quedas». |
|
Piensa, lector, cuál fue mi desconsuelo |
|
al oír estas pérfidas palabras, |
96 |
pues me sentí incapaz de regresar. |
|
«Oh, mi guía y señor, que muchas veces |
|
me has dado confianza y me has librado |
99 |
del gran peligro que me entorpecía, |
|
no me dejes aquí desamparado», |
|
le rogué, «y si avanzar no nos permiten, |
102 |
volvamos juntos ya por nuestros pasos». |
|
Quien hasta allí me había conducido |
|
dijo: «No temas, porque nadie puede |
105 |
desviarnos del camino destinado. |
|
Pero espérame aquí, y que tu espíritu |
|
se nutra de consuelo y esperanza, |
108 |
que no he de abandonarte en las tinieblas». |
|
Mi dulce padre, pues, se va y me deja, |
|
y yo quedo indeciso y vacilante, |
111 |
pues en mi mente el sí y el no combaten. |
|
No conseguí escuchar lo que les dijo, |
|
pero no se entretuvo mucho tiempo, |
114 |
porque todos corrieron a esconderse. |
|
Le cerraron la puerta en las narices |
|
a mi señor, que, al verse fuera, vino |
117 |
de nuevo junto a mí con paso lento. |
|
Bajando la mirada y sin asomo |
|
de orgullo, oí que dijo entre suspiros: |
120 |
«¡No puedo entrar en la ciudad doliente!». |
|
Luego me dijo a mí: «No te preocupes |
|
por mi pesar, que venceré esta prueba, |
123 |
sea quien sea el que se oponga dentro. |
|
Su insolencia no es nueva; ya la usaron |
|
ante la puerta que es menos secreta |
126 |
y que no está cerrada: allí leíste |
|
la lúgubre inscripción. En este instante |
|
ya la ha cruzado y baja sin escolta |
|
los cercos del infierno alguien que pronto |
130 |
hará que nos franqueen la ciudad. |
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